DOMINGO I DE ADVIENTO- B
QUE BRILLE TU ROSTRO Y NOS SALVE
Por Mª Adelina Climent Cortés O.P.
“Señor Dios Nuestro,
restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”. Así canta el estribillo que
introducía el coro, cuando la asamblea rezaba el salmo 79, que, hoy, en la Eucaristía dominical,
acompaña la lectura de Isaías, siendo, como el eco de la misma.
Descansa el anhelo de Dios,
cuando su rostro iluminado llena de claridad nuestro corazón, purificando todo
nuestro ser, y, de igual modo, llenando
de luz nuestras sendas y transformando
nuestro mundo necesitado de conversión. Porque, la Luz de Dios, es como su
gracia, que nos va gratificando hasta llenarnos de su misma vida. También, es,
como su bendición, que nos hace participar de su bondad, dándonos plena
seguridad de que está con nosotros alumbrando nuestro vivir, fortaleciendo
nuestra esperanza, saciando nuestro amor.
El poema, de Asaf, es uno
de los salmos comunitarios y de lamentación, quizá de la época de Josías (S.VII a. C) Comienza invocando al Dios, que
considera su Pastor y Guía, con la seguridad de ser parte de su rebaño, el
pueblo que conduce siempre hacia su destino, la tierra prometida, y al que, en
todo momento, cuida con dedicación y cariño inmenso. También es invocado Dios,
en su inmenso poder y grandeza, siempre
rodeado de gloria y majestad:
Pastor de Israel, escucha,
tú que te sientas sobre querubines,
resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos.
El pueblo de Israel pide la
escucha de Dios, porque quiere exponerle, desde un espíritu de conversión y una
esperanza de dolor, sus problemas y sentimientos de culpabilidad debidos a sus
infidelidades y pecados; exigiéndole, además y
a la vez, su benevolencia, ya
que, de ello depende su misma honra, la de su Dios Yahveh, y la salvación de
los que son su pueblo y rebaño:
Señor, Dios nuestro, restáuranos,
que brille tu rostro y nos salve.
De nuevo, el orante del
poema insiste diciendo, que Dios es invocado por Israel, su pueblo. Cómo
queriendo hacerle ver, que, si es Rey del universo y, por lo tanto,
todopoderoso, y dueño y labrador de la viña que Él mismo ha plantado como
heredad suya, no puede dejarla abandonada, sin su protección y cuidados, de
manera que pueda ser destrozada su
plantación por los animales y asaltada por los paganos, los pueblos vecinos...
Alegando, además, que si Él mismo, la sacó de Egipto y la trasplantó en su
tierra, ¿cómo, pues, ahora, no va a protegerla, sabiendo como sabe, que se
encuentra siempre necesitada de su salvación?...
Dios de los ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa.
Lamentación dolorosa ésta,
por parte de Israel; pero al mismo
tiempo oración llena de fe y esperanza
en Yahveh, el Dios de las promesas, que nunca ha dejado de socorrerles. Y,
también, el salmista recuerda a este, su Dios, Yahveh, que, si desea ser
invocado y reconocido en su gloria, por sus fieles, tendrá que cambiar en su
manera de actuar, pues solo así, podrán alabarle por siempre jamás.
Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu
nombre
En Jesús es, donde los cristianos hemos de ver brillar el rostro de
Dios, nuestro. Padre. Lo que se hizo posible con su muerte de cruz y su
gloriosa Resurrección. También, es Cristo Jesús, el único que ha visto al Padre
cara a cara, por lo que pudo exclamar:
“Yo soy la Luz
del mundo, el que me sigue no camina en las tinieblas sino que tendrá la luz de
la vida”. Y Jesucristo, el Hijo de Dios, ahora glorioso en el cielo, es el que
sigue iluminando nuestra Historia, y el que va llenando, de claridad, todo el
cosmos.
Y, también, es Cristo
Jesús, el que esperamos en la liturgia de estos días de adviento, la que nos
prepara, para celebrar, con alegría, su nacimiento de Sta. María Virgen. Le
estamos esperando también, con entusiasmo y amor, para agradecerle su constante
venida, a todos y a cada uno de nosotros, y para recordar que, también, todos,
hemos de vivir en la espera atenta a su última venida, en gloria y majestad, en
la que quedaremos incorporados a Él definitivamente.